No sé, ni me importa, qué es lo que pretendía Pablo Larraín con esta película. Sólo sé lo que he visto. Y lo que he visto es una comedia de enredo posmoderna. Las bodas de Fígaro o El barbero de Sevilla en clave de comedia negra y posmoderna en la que no falta ni la música, pero en la que el enredador, Fígaro, en este caso la enredadora, es una psicópata. Porque Ema es una psicópata de tomo y lomo, y una pirómana carente de empatía. Si las críticas y los espectadores no ven a Ema como una psicópata es por una sencilla razón: la cultura actual de esta parte del mundo que se autodenomina como “occidente” es una cultura psicópata y de psicópatas narcisistas. Ema no es una mujer libre, aunque parece que es lo que se quiere que creamos. Tampoco es amor, aunque ella misma se defina así, ni siquiera tiene una idea aproximada de lo que es el amor, porque no puede haber amor donde no hay empatía. Si hay algo en esta película, es una absoluta trivialización del amor. En la película se lanzan algunos discursos demasiado explícitos que parece que buscan, por lo grotesco, ridiculizar a quienes los pronuncian. Es el caso de la funcionaria del sistema de adopciones (en dos ocasiones), de Gastón cuando arremete contra el regetón (queda patético) y de la directora del colegio al que acude Ema en busca de trabajo (más patética aún si cabe). Lo que más me ha gustado, ueón…, de la película, es la forma de hablar, ueón…, y el cinismo de la funcionaria de la oficina de adopciones, ueón… Otra cosa: he recordado, con añoranza, en varios momentos, los trolebuses, que todavía hay en Valparaíso, y que hace ya bastantes años que desaparecieron de Bilbao.
El coloquio de después de la peli, salvo alguna honrosa excepción, me pareció bastante insustancial. La moderadora asumió el papel de abogado defensor de Pablo Larraín y de la interpretación canónica de su película.
Jesús Pitarque
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