Joe Hill
En las dos primeras décadas del siglo pasado, en los Estados Unidos, las condiciones de trabajo de las fábricas eran terribles: locales malsanos, jornadas de 12 horas, incendios y accidentes continuos (en 1914 murieron 35.000 trabajadores en accidentes industriales y 700.000 resultaron heridos), etc. Con esta situación, la sindicación aumentó de forma notable. Pero, el 80% estaba en la AFL (Federación Laborista Americana), un sindicato donde casi todos eran hombres, blancos y trabajadores cualificados. En 1910, siendo las mujeres la quinta parte del total de la mano de obra, tan sólo una de cada cien pertenecía a un sindicato.
También, en ese año los trabajadores negros estaban excluidos de la AFL y ganaban un tercio de lo que ganaban los blancos. Los empleados de la AFL ganaban buenos sueldos, se codeaban con los patrones y hasta alternaban en la alta sociedad.
Ante este estado de cosas los trabajadores necesitaban un cambio radical. Dándose cuenta de que las raíces de su miseria estaban en el sistema capitalista, empezaron a trabajar por un nuevo tipo de sindicato. Una mañana de junio de 1905 se reunió en un local de Chicago una convención de doscientos socialistas, anarquistas y sindicalistas radicales de toda USA. Estaban fundando el sindicato IWW –Industrial Workers of de World–.
Los Wobblies, como se les denominaba también, aspiraban a organizar a todos los trabajadores de cualquier sector, sin divisiones por sexo, raza o habilidades. En esta época las ideas anarco-sindicalistas se estaban desarrollando con fuerza en España, Italia y Francia. Según ellas, los trabajadores no se harían con el poder o con la maquinaria estatal mediante una rebelión armada, sino paralizando el sistema mediante una huelga general; y una vez tomado el poder, lo usarían para el bien general. Era una idea inmensamente poderosa.
En los diez apasionantes años que siguieron a su fundación, el IWW nunca tuvo más de cinco mil o diez mil afiliados a la vez; la gente entraba y salía, y pasaron por él unos cien mil miembros. Pero su energía, persistencia y la habilidad para movilizar a miles de personas en un lugar y momento determinado, les hizo tener una influencia en el país que iba mucho más allá del número de afiliados. Viajaban a todas partes, organizaban, escribían, hablaban, cantaban y difundían su mensaje y su espíritu.
Joe Hill fue un organizador del IWW. Escribió docenas de canciones. Eran mordaces, divertidas, con conciencia de clase y estimulantes. Se convirtió en una leyenda, tanto en su época como más tarde. Nacido en Suecia, en 1879, emigrado a Estados Unidos en 1902, la fórmula musical que utilizaba era incluir estrofas con contenido reivindicativo y pegadizas a las canciones populares formando así himnos combativos que pudieran ser aprendidos con facilidad y cantado por los obreros en las movilizaciones y huelgas. A causa de su activismo político deja de ser contratado por los empresarios de California. Luego de cierta inestabilidad laboral, viaja a Utah a buscar trabajo. En 1914 fue acusado de asesinato en Salt Lake City, víctima de un montaje policial y judicial, le condenaron a muerte, y fue ejecutado en noviembre de 1915, a pesar de las movilizaciones, sin precedentes, que se produjeron en todo el mundo.
Como le cantara otro cantautor: Se puede fusilar a un cantante, pero nadie puede matar las canciones.
En 1970, el director sueco Bo Widerberg realizó una película sobre la vida de este hombre, con el título Joe Hill, estrenada en 1971. La interpretación de Tony Berggren, en el papel de Joe, pasando del humor en la primera parte del film, a la rabia y la indignación en la segunda, es magistral. El montaje de Wideberg efectúa este pasaje sin artificio: su película está construida como una balada. El potencial de indignación contra el orden social y político establecido que contiene este film, sus virtudes movilizadoras, su belleza formal tanto más apreciable, cuanto más contenida es y menos complaciente fotográficamente, le hacen convertirse en uno de los mejores prototipos de lo que se puede considerar grandes obras cinematográficas populares.
La duración del film es de 1 h y 50 min., tiempo nunca mejor aprovechado que viendo esta obra. Lo difícil es localizar una copia.
Salud.
Le métèque